Próspera Muñoz: Los recuerdos que cambiaron mi vida


Los  hechos que voy a relatar, ocurrieron en el año 46 o 47, pero para mí todo empezó en el 79, cuando contaba 40 años de edad. Residía en Gerona, por razones de trabajo, con toda mi familia (tres hijos y una nieta de tres meses). Tenía pues poco tiempo para la lectura, pero mi marido, gran aficionado a las lecturas de ciencia ficción, me insistía en que leyera algunos libros del género, por lo que un domingo por la mañana, cuando él se fue a ver un partido de futbol, mi hija mayor sacó a pasear a su niña y los dos pequeños se fueron a jugar a la calle, me quedé sola. Tenía la comida dispuesta, por lo cual me sobraba un ratito para mí sola, cosa poco habitual. Fui a la biblioteca, cogí un libro al azar y comencé a leer “El Gran Enigma de los Platillos Volantes” de don Antonio Ribera.
En un momento dado, aquello que describían los testigos de un avistamiento, me disparó un recuerdo: fue un flash. Estaba segura de haber visto aquello en alguna parte, pero ¿dónde? Enseguida relacioné aquella visión con la secuencia de alguna película. Lo dejé pasar, pero al poco tiempo dieron por TV en la primera cadena (creo que todavía no había más que esa) un ciclo de cine de ciencia ficción, en la sobremesa. Bueno, yo estaba ya tan interesada por aquella imagen que tenía in mente que relegué mis trabajos domésticos, propios de aquella hora, para ver la película entera y reconocer aquella secuencia que me inquietaba. Todo en vano, aquello no era de ninguna película; hasta que un día me vino otro flash, donde aquella imagen se veía a través de una ventana, la que reconocí al instante: era la ventana de una casita que mi padre tenía en una finca a unos 13 o 14 kilómetros del pueblo de Jumilla (Murcia) donde nací y viví hasta los 19 años. También recordé, que estaba con una de mis hermanas, Anita, cuatro años mayor que yo.  Al cabo de un tiempo, fui de vacaciones a Murcia, donde residía Anita. Le pregunté: ¿“te acuerdas de un día que estábamos en la casita de campo y vimos a través de la ventana, una especie de coche muy raro que volaba? Ella me dijo inmediatamente que sí y se extraño de que nunca antes nos hubiéramos acordado de aquello. Yo le comenté que seguramente era lo que llamaban un OVNI; ella a pesar de no conocer nada del tema, quedó muy interesada, pero la cosa quedó allí, porque ninguna de las dos recordaba nada más.
     Yo seguí intentando recordar y empezaron a venirme, poco a poco una serie de flash que me hicieron recordar toda la historia. Estos recuerdos, duraron más de siete años, los que yo fui poniendo en orden cronológico y así reconstruí  todo el episodio.
     Se lo conté a mi marido. Al principio, se lo tomó todo a broma pero pronto comprendió que me pasaba algo serio. Entre los dos acordamos no decir nada a nadie que yo me iría desahogando con él, pero no comunicárselo a nadie, ya que conociendo todos nuestros amigos su afición a los libros de ciencia ficción ( Arthur  C. Clarke, Asimov…etc. ) iban a pensar que nos había pasado lo que a Don Quijote, que nos habían vuelto locos nuestras lecturas.
      No fue posible el silencio porque yo estaba tan obsesionada, que comencé a cometer errores tontos en mi trabajo. Al ver mi marido que aquello me afectaba tanto, me sugirió que pidiera ayuda a algún  investigador serio del tema. Un día vi al señor Ribera en TV hablando de abducciones ( era la primera vez que oía esa palabra) y comprendí que aquello era lo que me había pasado a mí. En el año 81 llamé a la redacción de la revista Mundo Desconocido pidiéndole a Faber-Kaiser la dirección de  don Antonio Ribera ya que me pareció un investigador serio. Faber-Kaiser me pidió un teléfono de contacto y a los pocos días Ribera me llamó interesándose. Me dio su dirección y empecé a escribirle todos mis recuerdos, que seguían produciéndose. Así que conforme me venían, se los explicaba por carta. Poco después me llevó a casa del señor Rovatti en Barcelona y me practicó una hipnosis, en la cual no salió nada nuevo. Empecé a leer todo libro que hablara del tema.
     En el año 83, me llevó a un Congreso de Ciudad Real. Por primera vez lo expliqué todo, lo que me produjo una extraña tranquilidad porque pensé que había cumplido con mi obligación. EL PAÍS me dedicó una contraportada y así empezó una época agitada de entrevistas con periodistas, TV, viajes a Madrid, a Barcelona, a las emisoras, hipnosis…llegó un momento que tuvimos que cortar porque mi salud se resintió. No aceptamos más pruebas ni entrevistas.
En el año 95 jubilaron a mí marido, yo me había quedado sin trabajo dos años antes, así que decidimos trasladarnos a Jumilla, donde la vida es más apacible y más económica y donde mi marido tiene una hermana, además de amigos de juventud, primos y demás. En los años 1999 y 2000, a instancias de un grupo de amigos de la localidad, participamos en la organización de dos Congresos de Ufología Ciudad de Jumilla y poco a poco fui concediendo otra vez entrevistas a las emisoras regionales, pero siempre a programas especializados en el tema.
Mi marido murió a principios del 2009. Después de un tiempo concedí una grabación a "Cuarto Milenio", y así continúo, me temo que para el resto de mi vida.
     Cuento a continuación los hechos tal como recuerdo que sucedieron, creo que son muy fieles a la realidad, pero como no me considero infalible, admito que alguna cosa puede estar equivocada. Soy consciente que puede haber alguna ocasión donde me contradiga, pero lo cuento tal como lo recuerdo.
Algunas  cosas de las que me dijeron, suenan muy extrañas y quiero dejar claro que no me creo todo a pies juntillas y que se me escapan por completo las intenciones de esta gente que, a pesar que me trataron con el máximo respeto, el episodio no deja de ser un rapto y me parece muy preocupante que tengan el poder de manipularnos y que después no nos acordemos de nada. No debíamos reírnos de estos relatos, sino preocuparnos.

LOS HECHOS

     Nací y me crie en Jumilla (Murcia), mis padres regentaban una cafetería en el centro del pueblo. Soy la menor de cuatro hermanas. En el tiempo en que sitúo mi relato, año 46 o 47, yo contaba siete u ocho años.


Foto de 1947. En ella observamos a Próspera Muñoz, sobre las piernas de su hermana mayor, con sus padres y hermanas. Anita es la primera de la izquierda

Mi padre tenía una pequeña finca a uno 13 o 14 kilómetros del pueblo, en un paraje llamado La Jimena, lugar en que ocurrieron los hechos que relato.
Mi tío Juan, hermano de mi padre, era quien le trabajaba las tierras y mis hermanas y yo, a veces le acompañábamos para hacer vida al aire libre. En el momento de mi relato, mi hermana Anita y yo íbamos con él, a pasar unos días en la finca, sobre todo porque Anita era muy propensa a los resfriados y mis padres pensaban que el campo le sentaba bien.
     Iniciamos el camino a pie hasta la finca, mi tío Juan, Anita y yo con la burrita  Capitana y el perro, Ligorio (en anteriores relatos le llamé Liborio, pero mis posteriores recuerdos corroborados por mis hermanas, me dijeron que era Ligorio; los recuerdos a veces nos hacen estas pasadas). Ligorio es una pieza importante en este relato. Era de una amalgama de razas, su madre era Lulú pero él tenía más pinta de mastín que de otra cosa. Era un perro guardián excelente, la verdad es que era un buenazo, todos los niños de la zona le conocían porque jugaba con ellos, y más de uno compartía con él su merienda, pero cuando estaba en su papel de guardián era toda una fiera. Cuando nos lo regalaron de cachorro, no nos poníamos de acuerdo en qué nombre darle hasta que mi padre propuso darle el nombre del santo del día, así que fuimos todos hasta el calendario donde figuraban tres nombres distintos; cuando oí  Ligorio me hizo mucha gracia y todos estuvimos de acuerdo.
      Cuando llegamos a la finca, casi al atardecer, mi tío lo primero que hizo es llegarse hasta un caserío cercano, llamado la Amacoya, de donde nos abastecíamos de agua. En el tiempo que tardó en volver, en un momento dado nos sorprendió ver en una montaña cercana unas luces extraña de colores y que parecía que irradiaban de un punto oculto tras las montañas. Cuando regresó el tío, le explicamos que habíamos visto una puesta de Sol maravillosa. Él se rio de nosotras diciéndonos que el Sol se ponía del otro lado y que precisamente lo estaba haciendo en esos momentos. Aquella noche, el perro que dormía en la calle para vigilar, se agitó mucho: empezó a ladrar como loco, a dar carreras y a aullar. Tanto jaleo armó que el tío salió a ver qué pasaba y temiendo que hubiera por allí alguna alimaña, lo dejó entrar y dormir en la cocina.
     Al día siguiente por la tarde, el tío se fue a trabajar cerca, a un paraje llamado “Los Tosquillas” y nos llevó con él. Encontró al pastor que vivía allí y empezaron a hablar. El pastor estaba muy preocupado porque la noche anterior sucedieron cosas muy extrañas y cuando se levantó, se encontró varias ovejas muertas a las que se les había extirpado los órganos genitales y estaban completamente desangradas. Mi tío le dijo al pastor que callara para no asustarnos, nos dijeron que nos fuéramos a jugar por los alrededores y ellos siguieron hablando. Entonces, Anita y yo, reparamos en unas bolas color rojo que rodaban por el suelo y que supusimos que eran de papel de celofán, quisimos cogerlas pero no pudimos porque rodaban sin parar. Al fin di alcance a una y al ir a cogerla me quemó la mano, que se me inflamo y se puso roja toda la palma. Corrí a decírselo a mi hermana pero ella me apremió a irnos a casa porque el tío ya lo hacía a toda prisa, porque empezaba a anochecer y estaba asustado por lo que le había contado el pastor. Dijo que en casa me curaría pero no hizo falta porque al poco rato ya la tenía normal.
      Aquella noche, el perro se volvió loco de pánico, lloró, aulló, rascó desesperado la puerta pero el tío no lo dejó entrar y ahora comprendo que también él estaba asustado.
      A la mañana siguiente se fue a trabajar a una viña que había al lado de la casa y ordenó a Ligorio que se quedara con nosotras, cosa que no le hizo mucha gracia pues le gustaba mucho ir con él y corretear libremente. Enfurruñado, se acostó en su cama y se hizo un rosco.
     Mi padre solía ir en bicicleta, cada dos o tres días, a llevarnos alimentos frescos y siempre nos traía alguna golosina, así que me puse tras la ventana a vigilar el camino por el que había de venir. Anita me advirtió que el papá nunca venía tan tarde, porque ya hacía calor, pero yo seguí en la ventana. De pronto vi venir lo que en principio me pareció un coche y creí que mi padre venía con sus amigos cazadores, cosa que hacían en el coche de uno de ellos. Empecé a gritar: “Anita, el papá viene con los cazadores”; ella vino hasta la ventana diciéndome que no era época de caza y nos pusimos a mirar al camino. Enseguida nos dimos cuenta que aquello no era un coche sino un “cacharro” extrañísimo, que además iba volando a ras del suelo, que era plateado y que no hacía el menor ruido. Era de forma circular con una cúpula en el centro y un ala a todo alrededor y mediría  entre cinco o seis metros de diámetro. Y no venía por el camino, sino por en medio de las viñas.
Aterrizó justo al lado de la ventana y vimos salir de él dos hombres vestidos con sendos monos blancos (yo no había visto nunca un mono blanco, en aquella época solo los había azules). Llevaban en la cabeza un casco transparente  que me recordó a una pecera y procedieron a quitárselo.


Anita reaccionó intentando cerrar la ventana, pues teníamos ordenado cerrar todo si veíamos a algún extraño, pero yo no le dejaba diciéndole que quería ver aquello. Ella me dio unos cachetes y consiguió cerrar la ventana y se fue directa a cerrar la puerta, mientras oíamos un “cric-cric” que iba subiendo de tono. No le dio tiempo, en la puerta ya estaban aquellos dos hombres raros por lo que Anita me recriminó diciendo: “¿lo ves, lo ves?, ya han entrado.” Eran dos hombres bajitos, el más alto era como Anita que contaba en esos momentos con 12 o 13 años, eran muy blancos y tenían una cabeza voluminosa con el pelo muy pegado al cráneo, hasta tal punto que me pareció pintado. Uno aparentaba algo más de cuarenta años y el otro, el más alto unos veintitantos. Pidieron un vaso de agua y mientras mi hermana se lo servía ellos pidieron un momento porque estaban deslumbrados y yo observé cómo se les dilataban las pupilas y casi me asustaron aquellos iris enormes. Reparé en aquellos ojos que además de grandes, se alargaban hacia los laterales y resultaban inquietantes. Anita les dio el vaso con agua, ellos hicieron ademán de beber pero no bebieron, yo reparé en la forma de coger el vaso, rodeándolo con toda la mano, de la cual se habían quitado un guante. La mano era muy larga y además les faltaba el dedo pulgar, solo tenían cuatro dedos. Pedir agua había sido una excusa para empezar con nosotras una conversación; se interesaron por un calendario que teníamos colgado sobre la chimenea donde aparecían las fases de la luna, ellos preguntaron y Anita les explicó lo que era. Explicaron que venían de Venus, pero no del Venus que nosotras conocíamos. Nos dijeron entonces que si queríamos colaborar con ellos en un experimento de tipo altruista, nosotras dijimos que sí encantadas y entre ellos comentaron cual de las dos era más idónea; me eligieron a mí, no sé por qué, comentaron que yo era más (no recuerdo la palabra) supongo que al ser más pequeña les resultaría más manejable. En aquel momento, Anita quedó aparcada en un rincón y la conversación siguió conmigo. Entonces se produjo lo que creo que es lo más extraordinario de este caso: dejé de ser una niña y lo comprendí todo. Dije “¡ah¡ sois vosotros,” pues los conocía  y sabía de qué iba la cosa, era una adulta y todo era comprensible para mí. Me explicaron lo que querían hacer y yo di mi consentimiento, y de la conversación posterior solo guardo retazos. “¿Sabes que de donde nosotros venimos hay una niña como tú?.” “¿Qué se me parece mucho?” Pregunté. Respuesta: “no, es exactamente igual que tú y cuanto hagas, digas o pienses repercute en ella”. Después me ofrecieron elegir un don paranormal, me mencionaron alguno y elegí curar enfermos imponiéndole las manos, pero uno de ellos objetó que aquello podría traerme muchos problemas así que acordaron concederme la precognición. Lo curioso es que yo no he tenido nunca ninguna premonición ni tengo ningunas ganas de tenerlas. También comentaron que pasados unos noventa años, cuando ya hubiese muerto, vendrían a recoger mi cuerpo y que igualmente se llevarían al perro. El más joven le pregunto al otro si viviríamos nosotras para cuando ¿? no lo recuerdo, pero el mayor le contestó que no, porque nuestra especie vivía muy poco tiempo. Me ordenaron que olvidara todo el episodio y que solo pasado un tiempo lo recordara. Conocían toda mi vida futura, así que la fueron repasando hasta encontrar el momento más idóneo para que recordara todo. Además querían que lo hiciera muy poco a poco. Terminada la conversación, se pusieron a curiosear la casa, se fijaron en la alacena donde teníamos los útiles de cocina: sartenes, cazos, ollas, tazas, vasos…etc. El más joven hizo ademan de entrar en una habitación, pero el otro le cogió del brazo y le dijo que no era prudente, que tenían que irse.
      Salieron a todo correr y Anita cerró la puerta de inmediato. Yo corrí otra vez a la ventana para verlos marchar, pero ella la cerró.


Ventana desde la que vieron acercarse al objeto y a los dos hombre con monos blancos

En ese momento se produjo una luz increíblemente brillante, superaba a la del Sol que lucía en la calle y se filtraba a través del postigo de la ventana. Debimos desmayarnos, porque lo siguiente que recuerdo es que estábamos en el suelo y mi tío entraba por la puerta, pálido y desencajado, con un susto de muerte. Cuando se cercioró de que estábamos bien, se tranquilizó y nos explicó que un avión se había estrellado contra el alero del tejado y había producido una luz increíble. Salimos de inmediato a la calle y todo estaba tranquilo cosa que él no se explicaba. Le contamos al tío que habían venido dos hombres pero que solo querían agua, lo demás ya no lo recordábamos. Entonces reparó en el perro que dormía profundamente y muy enfadado con él, por no haberle avisado ladrando que venían extraños, empezó a patearlo, pero el perro estaba rígido y como acartonado. No se despertó. Lo hizo un buen rato después, bostezando y estirándose como si despertara de un largo sueño. Tío Juan lo castigó a estar todo un día sin comer.
      Nos acordamos entonces, de que aquella gente nos había ordenado que nos laváramos cuando ellos se fueran, con mucha agua y así lo hicimos, hasta el pelo y entonces Anita me dijo muy intrigada: “Peri (es mi diminutivo), ¿qué has hecho a tu vestido?. ” El vestido era color rosa con grandes flores de tono más vivo y estaba completamente descolorido, sobre todo por delante. Ella vestía una blusa blanca y una falda a cuadros blanca y negra que también aparecía descolorida. Nos cambiamos de ropa. El tío volvió a su trabajo pero vino enseguida, diciendo que se le había parado el reloj, que marcaba las once y media pero que por la altura del Sol debía ser la hora de comer. Cuando fuimos a preparar la mesa para la comida, vimos que en la despensa aparecían rotas todas las tazas de porcelana. Los vasos y demás cosas estaban intactas, pero las tazas aparecían rotas en trocitos al fondo de su plato y estos también partidos. En la estancia de al lado, donde estaba la ventana por la que vimos todo, teníamos una estantería donde guardábamos todos los alimentos, así que Anita quiso entrar para preparar una ensalada, pero le fue imposible abrir la puerta pues estaba atascada. También guardábamos allí el pan, en una orza grande, como era costumbre entonces, para que se conservara tierno. Solo pudimos comer el guiso que estaba al fuego en la chimenea. Cuando terminamos de comer, el tío reparó en un objeto metálico, pequeño, que había por allí encima de otra mesita y nos preguntó por él pues no sabía qué era ni lo había visto antes. Nosotras tampoco, por lo que pensamos que era alguna pieza de la bicicleta de papá. Pero en cuanto me quedé sola, supe lo que tenía que hacer con aquel objeto. Era dorado, no sé de qué metal, y constaba de una bolita unida mediante dos varillas a un cilindro; las varillas se unían entre sí como lo hacen dos cerezas. Sabía que tenía que guardarlo en la casa, donde nadie pudiera encontrarlo y tirarlo. Lo puse en un arca donde mi madre guardaba la ropa, pero poco después pensé que mamá podía ir un día y limpiar el arca y entonces seguro que la tiraría. Pensé entonces en ponerla en lugar más seguro, por lo que salí a la calle y lo puse en los cimientos de la casita, la cual tenía en los bajos unas piedras grandes, y por un resquicio entre las piedras lo metí como pude.
      Por la tarde vino mi padre y el tío dijo que menos mal, porque de no venir nos tendríamos que haber ido al día siguiente ya que no disponíamos de comida. Mi padre y el tío procedieron a desatascar aquella puerta, pero todo fue en vano, la puerta no se abrió. Hay que tener en cuenta que eran dos hombres jóvenes, de cuarenta y tantos años y que el tío era fuerte y acostumbrado a las faenas del campo, pero no hubo forma. Papá dijo que nos arreglaríamos con la comida que él traía y que ya volvería al día siguiente. Descubrió en el suelo, justo donde el aterrizaje de la mañana, una señal circular de algo que parecía ceniza negra y le intrigó bastante y que una higuera enorme que estaba al lado del camino presentaba unas hojas como chamuscadas. Él y el tío se fueron a ver unas viñas cercanas. Estaba jugando por allí con mi pelota cuando se presentaron los mismos hombres raros de por la mañana, pero vestidos con trajes de pana y gorra, me extraño que los trajes parecieran recién estrenados. Iban acompañados de otro como ellos pero más bajito y con la cara muy arrugada, que llevaba en la mano lo que yo creí una linterna y con ella apuntaba a la casa por toda la pared. Dijo que no había  peligro, nada más que donde aparecía aquella señal circular. Entonces me ordenaron que no jugara por allí, que podía hacerlo por todos los alrededores pero que por allí no pasara.
       Se fueron a todo correr, pues por el camino se veía venir a papá y al tío y quedé impresionada de la agilidad de aquellos tipos. Cuando llegaron papá y el tío, les dije que habían vuelto los hombres que vinieron por la mañana y preguntó mi padre  que por donde se habían ido; yo se lo indiqué y acto seguido ordenó a tío Juan que fuera tras de ellos a ver quiénes eran. Tardó un poquito en regresar y lo hizo muy consternado. Dijo que había visto a los hombres pero que se había encontrado paralizado mientras ellos subían a un artefacto en forma de huevo y se fueron volando. Lo más extraño es que tanto el tío como el papá no dieran importancia a este hecho pues lo único que les inquietó, es que por allí merodeara gente desconocida, por lo que mi padre ordenó al tío que al día siguiente no se fuera a trabajar y se quedara en casa cuidándonos. A la noche ocurrió que el tío no tenia donde dormir, porque el único dormitorio que había, con una gran cama de matrimonio, la ocupábamos nosotras y él se arreglaba con un catre que instalaba en la habitación en que teníamos la estantería con los alimentos y los aperos de labranza. Aquella habitación seguía sin poder abrirse, por lo que el tío cogió unas mantas y las puso sobre el suelo al lado de nuestra cama y allí se acomodó.
     Aquella noche fue tranquila y al día siguiente como el tío tenía ordenado no dejarnos solas, pues aprovechó para arreglar el basurero. Este se encontraba detrás de la casa y era un simple agujero donde después de tirar la basura se cubría con tierra. Como tenía todo el día, se aplicó a hacerlo bien así que hizo toda una valla alrededor y saneó todo aquel terreno. A la caída de la tarde a mí se me ocurrió de pronto pensar que aquella puerta ya se podía abrir, y con un empujoncito la abrí. Encontramos que todos los alimentos se habían podrido. Pues bien, no encontramos raro que eso le pasara a los tomates y demás verduras, porque hacía calor, pero también se pudrieron las legumbres, que estaban en unos tarros de cristal y tapados con un corcho. Aparecían como enmohecidas por lo que decidimos tirarlo todo. También la orza aparecía rajada de arriba abajo. Justo en ese momento, a Anita y a mí nos dio diarrea y el tío salió al basurero a tirar, tanto nuestros excrementos como la comida podrida. Como ya era de noche el tío no se entretuvo en cubrirlo todo, pensó hacerlo al día siguiente.
      A la noche, el tío ya podría haber dormido en su cama pero prefirió hacerlo en el suelo otra vez por estar más cerca de nosotras. Yo dormía cuando de súbito me desperté y vi como por la ventana, que estaba abierta, se asomaban unos hombres con una especie de buzo en la cabeza. En cuanto vieron que estaba despierta avisaron a otros que eran los mismos de por la mañana, que  me dijeron que saliera con ellos, a lo que respondí que a aquellas horas mi tío no me dejaba salir. “Sal, me dijeron, tu tío no se va a despertar.” Para salir tenía que saltar por encima del tío, lo hice con cuidado y salí a la puerta. Ellos se fijaron que solo iba vestida con un camisón muy ligero y me mandaron ponerme más ropa, a lo que contesté que no tenía frio pero me ordenaron que entrara a calzarme. Entré procurando no hacer ruido y me puse mis alpargatas de cintas a toda prisa. Al salir vi que había un gran movimiento, gente como ellos y otros mucho más altos que con palas recogían algo del suelo. Uno de los altos, arrastraba una olivera y me chocó ver que la llevaba al hombro con las raíces por delante.



Lugar por el que Próspera caminó desde la casa, junto a aquellos hombres (imagen superior) y huecos dejados por las oliveras arrancadas (imagen inferior)

Otro de los altos portaba al Ligorio en sus brazos, vi su cabeza lacia a uno de los lados y por el otro lado le colgaba el rabo. “¿Qué le habéis hecho a mi perro?.” “No te preocupes, solo lo hemos dormido para que no alborote, enseguida estará bien”, me contestaron.
      De los dos que vinieron por la mañana, el mayor parecía el jefe y me dio la mano y nos pusimos  a caminar. Me ofrecieron que me transportara uno de los grandotes pero no quise pues me había impresionado ver al perro en brazos de aquel ser. Cuando  íbamos  caminando, a campo a través, note lo mal que me daba la mano, apenas me sujetaba y yo pensé que no sabía llevar a un niño de la mano. Tropecé y caí al suelo por lo que me insistieron y me dejé tomar por el grandote que llevaba en la frente una luz y a mí me recordaba a mi otorrino.


      Después de caminar un ratito en un claro, divisé otro artefacto como el que nos visitó por la mañana pero bastante más grande, diría que era del tamaño de un chalet de dos pisos.
Me dejaron en el suelo pero al perro se lo llevaron por la parte de atrás. Mas que llegar, los dos más grandes abrieron como una puerta en los bajos, entraron y cerraron por dentro ellos mismos. Me hizo gracia, y les comenté que me recordaban a mis muñecas cuando las metía en sus cajas y me informaron que eran eso, muñecos. Había mucha animación y encima de aquella especie de nave, en la cúpula, se encontraban dos de ellos que procedieron a bajar hasta el suelo. Me fijé que sus botas, de suela muy gruesa, se adherían a la superficie, por lo que procedieron a despegarse cogiéndose las piernas por la rodilla y dándose un buen tirón. Todos acudieron a verme con mucha curiosidad pero ninguno se acercó más de cuatro o cinco pasos.
      Procedimos a entrar a través de una rampa y allí pude ver a varios de ellos sentados delante de lo que parecían unas consolas y cada uno se ocupaba de unas pantallas como de televisión donde  aparecían unas imágenes de todo el contorno del paraje. Nos acercamos a otro aparato donde había otra pantalla más grande y me dijeron que mirara. Uno de ellos comentó que yo no vería nada en aquella pantalla, pero el que hacía de jefe dijo que sí que éramos inteligentes.
Miré con atención y al principio no veía más que unas rayitas horizontales de colores pero enseguida reconocí las imágenes: éramos Anita y yo, nos habían filmado el día que llegamos a la finca pero me di cuenta que tanto ella como yo aparecíamos orladas de unos rayos de luz preciosos. Aquella luz salía de nuestros cuerpos y eran de unos colores muy tenues. Observé mi imagen, y vi que mis colores eran celeste muy pálido, que por algunas partes era rosado y por otras violeta. Dijeron que venían a nosotras en razón a esa orla que era buenísima y entonces miré a mi tío que la tenia color marrón y me preocupé, hasta que nos aclararon que la mayoría de las personas perdían esa luz al llegar a adultos, que el tío tenía más que la mayoría y que no me preocupara que era una buena persona. De inmediato pensé en mi padre y que su halo debía ser preciso, porque para mí era la mejor persona del mundo. Ahora no me extraña que aquella luz dijera de nosotras que éramos buenas, puesto que fuimos unas niñas educadas muy sanamente y mi padre me sigue pareciendo la persona más buena del mundo; desde muy niñas nos inculcó valores como el respeto a todas las personas, animales o plantas, la propia dignidad, la fidelidad a la palabra dada y muchas cosas más de este estilo.
     Tengo entendido que a lo que llaman aura algunas religiones de tipo esotérico es común a todos los seres vivos, pero este no es el caso, ya que el perro y la burrita no tenían. Lo pregunté y me contestaron que ellos no tenían.
     En esto, vino otro de ellos diciendo: “ya están aquí.” La cúpula central se abrió diametralmente y nosotros subimos hasta el ala circular donde esperamos unos momentos.
Me señalaron una estrella en el cielo que se hacía cada segundo más grande y me dijeron que allí íbamos nosotros. Desde arriba se encendió lo que parecía una linterna gigantesca, en el suelo del alero apareció un círculo de luz como de un metro de diámetro que me explicaron que era un ascensor. Me empujaron levemente hasta su centro y comencé a subir. Los cabellos me flotaban por encima de la cabeza.


Cuando aquello paró, note que me agarraban por todas partes y salimos a lo que me recordaba un andamio, pero horizontal, por donde anduvimos un trecho hasta llegar a una nave  grandísima. Yo en realidad no vi la nave, solo parte del alero y una gran puerta por la que nos introdujimos en ella. Al entrar me llamó la atención la poca luz que había, todo estaba en penumbra. Al principio creí que las paredes no llegaban al techo y que la poca luz reinante se filtraba de una estancia contigua, pero mientras avanzábamos por un largo pasillo y me adapté a aquella luz tenue, comprobé que lo que nos alumbraba era una especie de gas verdoso que se acumulaba en lo alto de las paredes. Al fin llegamos a una sala donde me dejaron un momento sola, y me puse a mirar un panel con dibujos geométricos de donde empezó a salir un poco de humo. Por otra puerta entraron cinco o seis acompañados por el que nos visitó en casa, el que yo denominaba “el jefe” pues así se comportaba. Iban todos vestidos de médico, con bata blanca, me hicieron desnudar y me tumbaron en una camilla que era un poco pequeña para mí pues me sobresalían los pies y media pierna. La estancia contigua, por donde salieron, sí que estaba muy iluminada, con una luz muy intensa, pero me fijé en que no se filtraba afuera, donde estábamos nosotros. Alguno preguntó si me iban a anestesiar pero el que mandaba dijo que no, que yo era muy dócil. Empezaron a practicarme una exploración completa, tomando cantidad de muestras, como raspaduras en mi piel, un mechón de pelo… etc.


Cuando llegaron a los oídos, descubrieron que tenía un problema en el derecho, me preguntaron y les conté que había tenido una infección y que había visitado a un especialista varias veces y que este la dio por curada. Respondieron que no estaba curado y que la vuelta que estaba prevista que me iban a dar alrededor del mundo, no sería posible, comentando entre ellos que habían cometido una imprudencia subiéndome hasta allí. El reconocimiento médico continuó, no dejaron nada por explorar, pero pusieron especial interés en los órganos genitales.
      Reparé en la forma que tenía “el jefe” de manejar las tijeras, las sujetaba con los dedos índice y corazón, además las tijeras tenían las hojas giradas unos noventa grados con respecto a los aros de sujeción. Al igual que por la mañana, reparé en que le faltaba el dedo pulgar y sintiendo curiosidad quise verle mejor la mano. Él se quitó el guante para que pudiera verla mejor, sus compañeros al ver su gesto se horrorizaron y le pidieron que no lo hiciera, pero no les hizo caso dejándome su mano entre las mías. La miré a placer, eran largas, muy estrechas, las puntas de los dedos, muy finos, aparecían amoratadas, por lo que la solté con un poco de asco, gesto que todos rieron. Pregunté si todos tenían la mano igual, con solo cuatro dedos y levantaron sus manos abiertas para que pudiera comprobarlo. De ellos, dos eran mujeres y una de ellas que al contrario de los demás que no presentaban cabellos, tenía un pelo abundante, tenía además su mano completa, con cinco dedos.  Me dijeron que eso era debido a que su madre era de la Tierra.
       Trajeron una especie de pantalla, donde aparecía lo que me dijeron que era mi cabeza por dentro, pero yo no comprendía que estuviera partida, lo que yo veía eran los dos  hemisferios de mi cerebro. Me enseñaron un par de capsulitas que yo no llegué a ver casi, diciéndome que me las iban a insertar allí, las pusieron en una jeringuilla y me inyectaron en la nuca. En la pantalla apareció un punto rojo que iba señalando por donde pasaban, ellos estaban muy atentos; el punto iba todo recto justo por en medio, después se giró un poco hacia la derecha y al llegar a un punto que yo diría que se encontraba a unos dos dedos por encima de mi oreja, pues allí lo dejaron.


Les dije que aquello no lo podría contar porque los doctores me lo podían quitar, a lo que contestaron que los hombres de la Tierra no sabían hacerlo.
      Me vestí y empezamos el regreso a casa. Salimos al exterior por donde mismo entramos y al llegar al alero, me senté en el borde metí las pierna en aquel haz luminoso y comencé a bajar. Al igual que a la subida, el cabello, que llevaba largo, se agitó pero había una fuerza que me empujaba hacia abajo y hacía que se me pegara a la cara sin que yo pudiera apartármelo, por lo que me asusté y empecé a llorar. Cuando llegué abajo me calmé y enseguida bajó la chica más parecida a nosotros y me habló y acarició, pidiéndole al que mandaba que la dejara llevarme con ellos. Él dijo que no y la chica insistió diciendo que yo era una ricura, una autentica monería, y él con mucha firmeza dijo que no podía ser. En todo el tiempo que estuve arriba, no vi al perro, debieron llevárselo a otra estancia, porque en ese momento lo trajeron junto a mí, todavía dormido y en los brazos del muñeco. A mí me aupó otro, y comenzaron a caminar rumbo a casa. Por el camino no dejaron de hablarme, me supongo que por algún sistema de radio porque ellos no nos acompañaban. Llegando a casa me preguntaron que dónde dormía el perro, les señalé el cesto donde lo hacía y aquel muñeco me ordenó mirarle a los ojos, cosa que hice; de sus ojos surgieron dos rayos de luz hasta los míos, con lo que me dejó aturdida, pues lo siguiente que recuerdo es despertarme y comprobar que se habían ido.
        Me quedé desconsolada porque se habían ido sin llevarme con ellos, pero al ratito, resignada, me fui a la cama. Al día siguiente, ya no recordaba nada de lo ocurrido.
       A la mañana siguiente, Anita me llamó apremiándome a vestirme porque ya eran más de las doce. Nos habíamos dormido todos, hasta el tío que, andaba preocupado porque mi padre dijo que vendría esa mañana y al fin el tío era su asalariado, además, no se había despertado en toda la noche, por lo que no dio de comer a la burrita, como hacía toda las noches un par de veces, y por esa razón el animal no podía trabajar. Cuando me levanté y Anita comprobó que había manchado la cama de tierra, no salía de su asombro, pues ella se encargaba siempre de lavarme los pies antes de irnos a la cama. Pero aquí no acabó la cosa: cuando el tío salió a la calle comprobó que, el basurero que él arregló el día anterior estaba cubierto de tierra y que esta aparecía apisonada, como si una máquina hubiera hecho el trabajo. También apareció una senda muy bien hecha por la que se podía salir al camino sin pasar pon donde se había posado aquel aparato. El perro  tenía una pata delantera muy inflamada y una gran punzada en una oreja. Al poco rato, vino un vecino, dueño de un olivar lindante con nuestra casa, preguntándonos si habíamos visto a gente extraña al lugar, pues aquella noche le robaron dos oliveras. Comentó que era muy raro que alrededor del hueco que dejó el árbol, no hubiera ninguna pisada y llevándonos hasta el lugar comprobamos que así era, no había más pisadas que las suyas; nos pidió que no pisáramos fuera de sus huellas, pues iba a avisar a la Guardia Civil para que viera aquello y poner la denuncia. El hueco que dejaron al quitar la olivera era perfecto, se veía la cavidad pulida y no había tierra suelta por ningún lado.
      Los investigadores Sierra y Carballal, allá por los años noventa, se personaron en el cuartel de la Guardia Civil, interesándose por aquella denuncia, pensando que podía aparecer en sus archivos, pero les informaron que de aquellos años no se conservaba nada.
      Cuando llegó mi padre, el tío Juan le dijo que allí ya no quedaba trabajo, que hasta dentro de quince días, que había que segar, no había nada que hacer( por este dato sitúo la acción en el mes de mayo, pues es en ese mes o a principios de junio cuando se siega por estos parajes). También le comentó que no estaba tranquilo allí, porque estaban ocurriendo cosas raras, así que mi padre le dijo que podíamos irnos al pueblo aquella misma tarde, y así lo hicimos.
     Dos o tres días después, mi madre se dio cuenta de que me faltaba un mechón de pelo y me regañó mucho, pues hacía unos meses que un primo de mi edad y yo jugamos a los peluqueros y nos hicimos unos cuantos trasquilones. Nos comprometimos a no volver nunca a jugar a los peluqueros y mi madre pensó que volvíamos a las andadas. Como nada recordaba no pude darle ninguna explicación. A los pocos días empezó a supurarme un oído y mi madre dijo que era raro porque el otorrino ya me había dado el alta, le dije que ya me habían dicho aquellos hombres que no estaba curado y al preguntarme ella qué hombres eran, ya no supe qué decirle.
     Pasados algunos años, murió el Ligorio. El tío Juan, muy afectado, lo enterró bajo una olivera en otro pequeño olivar que tenía mi padre en un lugar llamado El Cerrico del Oro. Vino diciendo que le había hecho una tumba en toda regla y que era tan tonto que hasta le puso una cruz y rezado un padrenuestro. El lugar no estaba lejos del pueblo  y era paso obligado para ir a la Jimena, por lo que el tío siempre que pasaba por allí, iba a visitar la tumba. Pasados unos cuantos meses, se encontraba mi padre en el patio de la cafetería tostando café, y yo barriendo la escalera que iba del patio al sótano, cuando llegó el tío y le comentó que al pasar por la tumba del perro se había encontrado la cruz tirada en el suelo y al ir a ponerla en su sitio se dio cuenta que la tumba estaba removida y mirando dentro no encontró ni rastro del perro. En aquel momento, y solo por unos segundos, recordé todo y me dije: “han cumplido su promesa.” Al segundo siguiente me pregunté qué estaba yo pensando pues se me había ido el recuerdo. Mi padre le dijo al tío que después del tiempo pasado era normal que en la tumba del perro ya no quedara nada, pero el tío insistió diciéndole que por lo menos los huesos más grandes sí debían de estar. Se zanjó el asunto diciéndole mi padre que no nos comentara nada a las nenas y yo por mi parte, nada dije a mis hermanas.
       En este punto, me pregunto que nuestro escritor J. García Atienza, tendría mucho que decir de este lugar, El Cerrico del Oro, que está justo al lado de una montaña con forma cónica llamada La Sierra del Buey.


El Cerrico del Oro, situado justo al lado de una montaña con forma cónica llamada La Sierra del Buey 

Un hombre que vivía por los alrededores nos dijo un día que hablaba con mi tío, que existía una leyenda prácticamente olvidada, de que el nombre le venía al lugar de un tesoro de oro escondido que guardaba una cabra y solo podía ser encontrado por la persona que fuera capaz de subir tres veces a la cima, y volver a bajar las tres veces de espaldas. Jumilla es rica en leyendas de este tipo, tenemos un castillo al que toda la vida hemos dicho que era obra de moros, pero los historiadores locales dicen que es más antiguo. Tenemos a cuatro kilómetros una montaña llamada Santa Ana, donde se venera a la Abuelica, imagen que siempre ha sido muy morena, hasta que hace unos años, la restauraron y la dejaron blanca. Mi madre me contó en una ocasión que sobre el año 1915, siendo ella una jovencita, el convento de los padres franciscano, donde se venera a la Abuelica, celebró, no se acordaba qué, pero por ese motivo abrieron todas las puertas del convento al público. Ella lo visitó y cuenta que debajo del Altar Mayor, había una cripta, donde se hallaba una Virgen negra, pequeñita y encima de una sabina. Yo creo que podía ser una Virgen templaria, pero los historiadores de la localidad dicen que aquí nunca hubo Templarios. Tengo una amiga, mayor que yo, a la cual su madre le contó la misma historia. Preguntados los frailes, por medio de la asociación templaria de Jumilla, dicen no saber nada del tema y la Virgen nadie sabe qué fue de ella. El convento de Santa Ana y todo ese monte es considerado tierra sagrada y en él han ocurrido muchos milagros documentados por la Iglesia.
     Aproximadamente un par de meses después de los hechos se secaron tanto la viña por donde pasó aquel aparato como la higuera a la que se le chamuscaron algunas hojas, como una hilera de árboles frutales muy jóvenes que rodeaban la casita.

VISITAS POSTERIORES

      A lo largo de mi vida, estos señores me han venido a visitar en cuatro ocasiones y nunca los he reconocido en las tres primeras visitas porque no recordaba nada y en la cuarta que ya recordaba algo, tampoco les reconocí.
      La primera vez que vinieron a verme yo contaba unos catorce años y ocurrió en el bar-cafetería de mis padres. Me encontraba en el mostrador colocando en una estantería los servicios que acababa de fregar, ya al atardecer, cuando entraron ellos; llevaban una gabardina con el cuello subido y un gran sombrero, el salón estaba desierto a aquellas horas y cuando se acercaron al mostrador y vieron que les quedaba muy alto pues cogieron unas sillas y las acercaron a él, poniéndola del revés, es decir con el respaldo junto al mostrador y apoyando los pies sobre una pequeña repisa que había en el suelo se incorporaron a él, mostrando un gran aplomo y seguridad.
Les pregunté qué tomarían y pidieron dos cafés. Llamé a mi padre que se encontraba en la cocina contigua y este al ver que había clientes me mandó encender las luces pues ya estaba oscureciendo. Me acerqué al cuadro de luces donde teníamos los enchufes y metí la palanquita de la luz que era muy suave, porque era de ciento veinticinco voltios, que era lo normal, solo los establecimientos y las fabricas la tenían de doscientos veinte. Mientras mi padre preparaba los cafés ellos hablaron entre sí refiriéndose a mí; dijo uno de ellos que me había puesto preciosa y el otro asentía, le preguntó si me iba a decir algo y le contestó que no, que sería inútil porque todavía no recordaba nada. Mi padre les sirvió los cafés y se llegó hasta el cuadro de luces y conectó la luz industrial a lo que ellos reaccionaron con grandes espavientos llevándose las manos a los ojos como si les molestara mucho. No hicieron ni ademán de tomarse el café, poniendo encima del mostrador un puñado de monedas, del cual mi padre tomó las siete pesetas que valían los cafés. Arrimando una mano al borde del mostrador uno de ellos arrastró con la otra mano el resto de monedas y se marcharon de inmediato. Cuando salieron, mi padre, al que le faltaba el dedo índice de la mano izquierda, comentó: “a ese hombre le pasa lo mismo que a mí pero lo suyo es más grave porque el dedo que le falta es el pulgar y por la forma en que ha arrimado la otra mano al mostrador juraría que también le falta”. Una de mis hermanas y la sirvienta, que miraban discretamente desde la puerta de la cocina, dijeron que en ese caso sería un monstruo a lo que mi padre repuso que por eso aquella gente no podía trabajar más que en un circo, porque esos días se había instalado en el pueblo uno y todos dimos por sentado que aquella gente era del circo. Al día siguiente, hablando con una amiga, le dije que los enanos del circo habían ido a mi bar, y muy extrañada respondió que ella había visto el espectáculo y no salían enanos.
     Por aquellos años, empecé a estudiar el bachiller y mi maestro de matemáticas descubrió que no veía bien, así que avisó a mis padres y me llevó mi madre al oftalmólogo. Este diagnosticó miopía, seguramente heredada pero que había una cosa más que quería ver mejor por lo que nos hizo volver a la noche, cuando las fábricas ya habían cerrado y por ese motivo la luz eléctrica era más intensa. Dijo que tenía la vista quemada a lo que mi madre respondió que unos días antes jugando con petardos que eran de serrín, me había saltado un poco a los ojos. Él le aclaró que no era esa clase de quemadura, sino una provocada por una radiación. Mi madre no sabía lo que era aquello y él le preguntó si había estado en el extranjero, mamá le contesto que no y él quedó muy extrañado. Me acuerdo que en aquel tiempo la central nuclear más cercana estaba en Francia. En otras ocasiones he ido a su consulta pero nunca más me habló del tema, así como me han visto, tanto en Alicante como en Gerona, otros oculistas y nunca me hablaron de nada parecido.
      La segunda vez que les vi fue en Alicante, en la Playa de San Juan, donde nos habíamos instalado toda la familia. Mis padres montaron allí una tienda de comestibles que llevaban con mi hermana mayor, ocho años mayor que yo. Mis otras dos hermanas y yo atendíamos la central de teléfonos, distante de la tienda como un kilometro y medio. En la misma central disponíamos de vivienda.
En la playa no se cerraban los comercios en todo el día, así que yo era la encargada de llevar a mi hermana la comida a medio día; iba con mi bicicleta y al mismo tiempo recogía el correo que siempre lo dejaban allí, y aquel día me llegó carta del novio, que seguía viviendo en Jumilla. Tomé mi carta y mientras mi hermana comía, me acerque a un trozo de la playa donde había unas piedras en las que solía sentarme a leer mis cartas. En este menester me encontraba cuando vi salir del mar a dos tipos con dos aletas de goma en los píes, un bañador, una camisa suelta y en la cabeza una gorra de playa, en las manos portaban unos arpones de pesca. No les presté mucha atención hasta que se me acercaron diciendo: “¡Oh! está enamorada” y “mira se ha puesto lentes”, el otro le dijo que la culpa no era de ellos ni de que la dentadura no la tuviera en muy buen estado (yo este dato no lo sabía pues pasaron unos años antes de que empezara a molestarme). Y como se me acercaron mucho saqué en consecuencia que eran un par de gamberros. En esto que se fueron, vino por la carretera que estaba a mis espaldas el guardia motorizado que patrullaba la playa, preguntándome si aquellos dos hombres habían salido del agua, le dije que así me lo parecía y él preguntó entonces que por donde se habían ido; al otro lado de la carretera en aquel tiempo (corría el año 59 o 60) no había nada construido, era un páramo sin ningún matojo siquiera. Volvió al momento diciéndome que no los veía, a lo que yo contesté que era imposible pues no había pasado más que un par de segundos, y él insistió en que no estaban por allí.
      En aquellos días ocurrió que en una parte de la playa alguien denunció haber visto caer un objeto al mar y vinieron de Comandancia de Marina y acotaron toda la zona. El guardia que habló conmigo iba todos los días a la tienda de mi hermana a que le preparara el bocadillo de media mañana y al día siguiente le preguntó si aquella chica que iba por la playa en bicicleta era su hermana (en la playa en estos años vivía en invierno muy poca gente y nos conocíamos todos ),ella le contestó afirmativamente y él le recomendó, que no fuera sola por la playa. Mi hermana le preguntó entonces si sabía algo de por qué habían cerrado parte de la playa, a lo que contestó que sí pero que no podía hablar de ello, añadiendo que de puro temor no le llegaba la camisa al cuerpo, y que ya había hablado demasiado. De aquel episodio nunca nadie volvió a hablar.
        La tercera visita también se produjo en la Playa de San Juan, en el año 72, cuando hacía un par de meses que había nacido mi hija menor. Me encontraba trabajando en la centralita de teléfonos, junto a otra compañera, atendiendo tanto a los abonados como al locutorio. En un momento dado, entraron un par de tipos con gabardina y sombrero en pleno verano, cosa que llamó la atención de otras personas que estaban allí esperando su conferencia. Yo estaba atendiendo a un cliente a través de la ventanilla cuando escuché que alguien afuera hablaba de mí, eran ellos, que como siempre en cuanto me veían sabían mi estado de ánimo, por lo que estaban comentando con cierto pesar que estaba deprimida, lo cual era cierto; después de un embarazo difícil, con varias hemorragias y que se prolongaron hasta después del parto, tenía una anemia bastante fuerte que dio como resultado una depresión postparto. Ya estaba casi repuesta pero ellos lo notaron, preguntando el más joven al otro que cómo era posible ese estado encontrándome en lo mejor de mi vida. Al oír que hablaban de mí, quise saber quiénes eran pero la persona colocada en la ventanilla me impedía la visión, por lo que pensé que cuando terminara con ese cliente ya me enteraría. Pero cuando el cliente se retiró y el mayor de ellos se asomó por la ventanilla, yo ya no recordaba nada. Le pregunté, creyéndole un cliente, qué deseaba, pero él no contesto por lo que le volví a preguntar y se limitó a mirarnos; al cabo de unos segundos se marcharon dejándonos perplejas y entonces mi compañera de trabajo me dijo si me había fijado qué dos hombres tan feos, a lo que conteste que no, insistiendo ella que tenían un color como grisáceo o azulado, le contesté que estarían enfermos y ahí quedó todo.
      Hace unos diez o doce años, cuando esta chica se enteró que residía otra vez en Jumilla y enterada por la televisión de mis vivencias, vino a verme adrede, solo para decirme que ella se acordaba de aquel episodio.
      Y la cuarta visita tuvo lugar en Gerona, cuando ya había  empezado a recordar, pero a pesar de ello no les reconocí. Trabajaba como encargada del locutorio público de Telefónica de la ciudad y una mañana, cuando me encontraba en pleno trabajo de cuadrar las cuentas del día anterior, entraron tres personas que solo verlas califiqué mentalmente de extranjeros, ingleses probablemente; eran dos hombres y una mujer con una peluca a todas luces muy anticuada y ellos llevaban camisas estampadas. Se acercaron al mostrador justo en la parte donde yo estaba y cogiendo una guía telefónica que había por allí encima se pusieron a ojearla, marchándose enseguida. Cuando pasaron dos o tres días recordé que había hablado con ellos pero debió de ser “fuera del tiempo” porque no dejé de trabajar en ningún momento. Nada más que entrar, supieron que ya recordaba por lo que uno les dijo a los otros que era la última vez que venían a verme, a lo que respondieron que sería peligroso y él dijo que no, en absoluto porque yo les tenía afecto (¿síndrome de Estocolmo?), cosa que provocó risitas en los demás. Como siempre, se marcharon de inmediato. Y nunca más los he vuelto a ver.

                                                                      Próspera Muñoz Jiménez
                                                                      Jumilla, Noviembre 2013

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